Hoy tengo un enfado monumental, por decirlo en finolis, porque, en realidad, lo que tengo es un cabreo del doce.
Esta mañana, mientras conducía camino del trabajo, contaban por la radio en un tono neutro, que una señora joven había sido detenida acusada del asesinato de su propio hijo, un bebé recién nacido hacía no mas de tres días. La mujer levantó sospechas al acudir al hospital para que la cosieran el desgarro vaginal que, según ella, se había producido accidentalmente. Los médicos dieron el aviso y la policía comenzó una búsqueda por la casa y en los alrededores, cubos de basura incluidos. No tardaron mucho en encontrar el cadaver del bebé en un armario, envuelto entre algunas ropas. Los forenses aseguran que el bebé nació vivo.
No tengo ganas de abrir un debate sobre si la mujer es más víctima que verdugo. Bastante cruz tendrá ella, seguro, al margen de su probable incultura y de sus circunstancias económicas, aspectos todos que desconozco por completo.
El punto que me quema la sangre es el tipo de personas en que nos hemos convertido, que no nos enteramos de lo que ocurre en la puerta de enfrente de casa, lo que nos impide intervenir. Porque ésta mujer, como cualquier otra, tendrá un marido, o un novio, o un amigo, o una hija, o una madre, o un hermano, o un vecino... ¿nadie? Qué duro ser consciente de que cuantos más somos más solos estamos.
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